Cine para adultos
Qué bienestar produce un entretenimiento que te hace sentir que no has malgastado el tiempo
Me quedé sola un sábado por la tarde. Miré la programación televisiva. En La 2 programaban Hannah Arendt, la película de Margarethe von Trotta, y pasé la tarde haciendo tiempo, tonteando hasta las 10. Me preparé una tortilla a la francesa, que según una estadística digna de José Juan Toharia que me ha llevado años cocinar, es la cena de las mujeres solitarias; muy al contrario de la de los hombres solitarios, que tienden más al huevo frito. Ahí me planté, en el sofá, con mi bandeja: la tortilla y un tomate aliñado siguiendo instrucciones de Mikel Iturriaga, una copa de vino rosado (el más aceptable para el dichoso reflujo esofágico), un currusco de pan para darle sopillas a mi perra y una ilusión infantil, la misma que sentía cuando en la infancia nos sentábamos a ver sesión de tarde. Caí en la cuenta de que parte de esa felicidad consistía en que iba a ver una película para adultos. También cruzó mi mente un pensamiento sombrío: ¿Será esto un preludio de los sábados de la vejez? Pero de un manotazo, como se espanta a una mosca, aparté de mi cerebro esa conexión neuronal pesimista, y la cambié por otra más enriquecedora: qué bienestar produce un entretenimiento que te hace sentir que no has malgastado el tiempo tontamente.
Vi la película y se me confirmó la idea de la necesidad que tenemos las personas maduras de historias adultas en el cine. Margarethe von Trotta traza la historia de la filósofa alemana y su crónica del juicio al nazi Adolf Eichmann sin embellecer a la protagonista, sin rejuvenecerla, aceptándola como era, sugiriendo sus contradicciones ideológicas, sus deseos, sus relaciones sexuales, y, lo más difícil en el cine, mostrando la complejidad de las personas inteligentes. Lo realmente extraordinario de esa Hannah Arendt que presenta la directora alemana es que te deja en un estado de saludable incertidumbre, porque no llegas a calibrar si en su brillante teoría sobre “la banalidad del mal” eligió bien o mal al protagonista, ya que, según otros reportajes sobre el juicio celebrado en Israel, Eichmann era algo más que un funcionario a las órdenes de los verdaderos malos de la película. Pero como amante que soy de los finales inciertos que provocan insomnio reproduzco unas palabras de la cineasta que me iluminaron: “La ideología ciega a la inteligencia".
Está ahí para ahorrar la labor de pensar y por eso los regímenes totalitarios aspiran a controlar la ideología, porque saben que muchas personas no obedecen a su corazón o a su cabeza, sino a su ideología. Y si controlas la ideología, puedes controlar a las personas. No se trata de que no creamos en una u otra idea política, por supuesto. Se trata de que, cuando nos veamos en la misma situación en la que se vio Eichmann, elijamos, al contrario de lo que hizo él, la inteligencia en lugar de la ideología. Se trata de que cuando Hannah Arendt dice algo que ofende a una ideología, elijamos comprender lo que dice en lugar de rechazarlo automáticamente. En resumen, pienso que si Margarethe von Trotta afirma que, siendo ella una joven radical de izquierdas, aprendió de Arendt la lección más difícil de su vida: a igualar el efecto devastador de cualquier tipo de totalitarismo, yo también debía admirar la valentía de la intelectual que se puso al mundo en contra por defender lo que algunos quisieron entender como una justificación de la obediencia acrítica de los subordinados.
La consecuencia de ver una película para adultos que te anima a pensar y a estar en guerra con tus entrañas es que te envicias, y buscando lo mismo, vuelves al cine, esta vez acompañada de otro ser humano adulto, al que también le interesa este cine alemán de ahora mismo que está dispuesto a contar los pecados más vergonzosos de sus compatriotas: los que se cometieron al acabar la guerra. Había poca gente en la sala y no se oía masticación alguna de palomitas. No sé si porque la media de edad era alta o porque la gente tuvo un inusitado rasgo de sensibilidad.
Vimos El caso de Fritz Bauer, la peripecia de un fiscal judío alemán que tuvo el valor de volver a Alemania y puso su carrera en riesgo, de nuevo, para cazar al tal Adolf Eichmann, que vivía oculto en Argentina. Estando como estaba todavía el Estado alemán infestado de nazis que no tenían el más mínimo interés en perseguir a los clandestinos, Fritz Bauer dio el chivatazo a los israelíes para que secuestraran al asesino, se lo llevaran a Israel y lo juzgaran. A ese mismo Jerusalén al que acudió Hannah Arendt para escribir su ya histórica crónica en The New Yorker. Salimos con el mareo que te provoca el buen cine. Qué maravilla ir reconstruyendo la historia, y más aún en sentido inverso.
Eso sí, por primera vez en mucho tiempo después de ver estas dos películas sentí unas ganas tremendas de fumar.
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